martes

Genette, la metalepsis y el lector

El lector como detective:
Teoría de la metalepsis

Isaías Fanlo González
“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto,
si en primera persona o en segunda, usando
la tercera del plural o inventando continuamente
formas que no servirán de nada”
(Julio Cortázar, “Las babas del diablo”)

 La subversión de los marcos

 Uno de los juegos narratológicos más singulares del llamado “taller del escritor”, trastienda que en las últimas décadas ha tendido a abrirse de par en par al lector avezado, es el de la inserción de entes narrativos en marcos ontológicos a los que no pertenecen, es decir, lo que se ha venido a llamar Metalepsis. Aunque existente con anterioridad, la metalepsis es una técnica narrativa apadrinada por Gérard Genette en 1972, año en que publicó su soberbio ensayo Figures III, en el que dedicaba un apartado para hablar de este procedimiento transgresor[1]. Para desentrañar las claves del éxito de la técnica no podemos olvidar el esquema de marcos narratológicos que trazó Seymour Chatman en su artículo “La comunicación narrativa”:
                                               Texto narrativo___________________Autor real >   Autor implícito > (Narrador) <> (Narratario) > Lector implícito > Lector real
 Que nos servirá como caja de herramientas para desmontar con precisión el proceso de subversión del orden lógico del esqueleto narrativo, aunque, para ayudar a la comprensión global de mi artículo, trazaré una nueva distinción en este diagrama.
 Digamos que toda obra literaria pertenece a un autor, como bien formula Chatman, “real”. Es indiscutible que un Gustave Flaubert de carne y hueso escribió y publicó una obra titulada Madame Bovary. También es cierto que este Gustave Flaubert, como autor, se encuentra muy lejos de la diégesis, del texto. Aún así, continúa siendo el autor “implícito” del texto, por mucho que el lector se pueda permitir la licencia –perfectamente justificada, por otra parte- de ignorar su presencia al abrir la primera página y sumergirse la lectura, esto es, suscribir lo que Wayne Booth llamó “el pacto narrativo”. Flaubert deja de tener importancia a los ojos del lector, pero continúa siendo autor implícito.
 Por otra parte, también es indiscutible que un André Gide de carne y hueso escribió y publicó un libro titulado Les faux-monnayeurs, pero en este caso no podemos decir que el autor se encuentre tan lejos como su compatriota Flaubert del tejido textual, pues Gide deja entrever, en un prodigioso e innovador juego literario, su autoría, para que el lector observe cómo el escritor va urdiendo la trama. Por supuesto, el André Gide que aparece en Les faux-monnayeurs no es el mismo que el André Gide que vivió entre 1869 y 1951, pero sí que observamos claramente una diferencia entre él y Flaubert por lo que respecta a su “lugar” en el texto. Flaubert se aleja, Gide se inmiscuye y nos hace señas continuamente, para avisarnos de que sigue allí. Ambos son “autores implícitos”, pero en el caso del primero estaría “representado” en el texto, mientras que el segundo no.
 Por inversión lógica en el eje-espejo que se encuentra entre el Narrador y el Narratario, también hallaríamos lectores implícitos representados, como en el caso del Catcher in the rye, de Salinger, y lectores implícitos no-representados, como sucede, por ejemplo, en Thérèse Raquin, de Émile Zola.

He formulado esta aclaración para valerme de ella como complemento al cuadro de Chatman. Cada uno de los citados niveles narrativos será denominado, a partir de ahora, “marco ontológico”. El tablero de juego de la metalepsis está ahora despejado.

Breve historia de la metalepsis

Gerald Prince, en su diccionario de narratología, define la metalepsis como “La intrusión en una diégesis (diégèse) de un ente de otra diégesis”[2]. Los orígenes de esta técnica tal como la define Prince datan de hace muchos siglos y la encontramos en obras muy variopintas: por citar sólo algunos ejemplos, la encontramos en el Tristam Shandy de Laurence Sterne, cuando el autor implícito representado, en un buen número de páginas, se interrelaciona con el lector o incluso ejerce su autoridad sobre los personajes, prolongando por ejemplo la siesta del sr.Shandy; o también en la segunda parte de Don Quijote de La Mancha, Alonso Quijano y Sancho Panza conocen el primer tomo de la obra que están protagonizando, en un prodigioso y modernísimo juego literario que les transforma, a su vez, en personajes y lectores en segundo grado. Así pues, la metalepsis como técnica ya es perceptible desde obras muy antiguas.
 La aportación del siglo XX en la metalepsis es la invención de un nuevo modo de transgredir las membranas que separan los marcos ontológicos. Hasta aquel entonces esta invasión había sido realizada por el ente narrativo jerárquicamente superior, es decir, el autor implícito representado (sin la presencia del cual no es posible la metalepsis “clásica”), mientras que la población de los marcos invadidos, a saber, los personajes, o alguna vez el lector implícito representado, no se dan cuenta de su presencia o la asumen pasivamente. La concepción nueva de la metalepsis consiste en, precisamente, invertir estos términos de invasión: se rompen las reglas deliberadamente para que los entes narrativos salten descaradamente de un marco a otro.

La metalepsis moderna: orígenes

 La metalepsis moderna se inicia en 1907 con un viaje que es, a su vez, narrativo y narratológico. El insólito protagonista de Niebla, Augusto Pérez, sumido en una profunda crisis existencial, viaja a Salamanca para discurrir con Miguel de Unamuno, su autor, sobre su posible suicidio[3]. El viaje simboliza aquí con claridad la ruptura de la membrana que separa el marco ontológico del personaje del perteneciente al autor implícito representado, pero esta vez en sentido contrario: es el personaje quien se rebela y osa luchar contra su propio autor, aunque esta osadía le acabe perdiendo y sea Unamuno quien acabe con su vida en el capítulo siguiente[4].
 Pero Unamuno no es el único inventor de la metalepsis tal como la conocemos hoy en día. Paralelamente a la trayectoria del autor bilbaíno, en Sicilia surgía, por aquellos años, la figura de Luigi Pirandello. Sus Seis personajes en busca de un autor son otro ejemplo paradigmático de metalepsis moderna, contemporáneo a Niebla, pero con la sorprendente coincidencia de que ambos llegaron a la misma teoría estética sin conocerse. A propósito de este extraño hecho, Unamuno publicó, en julio de 1923, un artículo titulado “Pirandello y yo” en la revista La Nación de Buenos Aires. Se maravilla de lo que él califica de “fenómeno curioso” y afirma que “La primera vez que vi citado a Pirandello fue en una excelente crítica de la traducción italiana de mi novela Niebla [...]. Aquellas angustias de Augusto Pérez al ver que le negaba yo, su presunto autor, existencia real e independiente, y sus esfuerzos por sobrevivir, los vi comentados en relación con las ideas de Pirandello”[5].
 Sea como fuere, son estos dos autores, Unamuno y Pirandello, Pirandello y Unamuno, quienes dan el pistoletazo de salida a la nueva metalepsis, que alcanzará la cumbre en la narrativa latinoamericana, en las manos de Jorge Luis Borges y, especialmente, Julio Cortázar.

Los círculos oníricos

Jorge Luis Borges se valdrá de esta técnica para ilustrar su conocida teoría -ya formulada por Unamuno, dicho sea de paso, en Niebla- del hombre que sueña y que a su vez es soñado. En su célebre cuento “Las ruinas circulares”, el protagonista consagra su vida a formar a un hombre en sus sueños[6]. Tras muchos intentos en vano, finalmente consigue su propósito, y crea a la pequeña criatura en su peculiar mundo onírico. Al final del cuento, teme que su “hijo” medite sobre su existencia y descubra la humillante trampa, la ficción, y decide poner fin a su vida aprovechando un incendio que acababa de declararse. Al no quemarse, va dándose cuenta de lo que realmente sucede: él, al igual que su criatura, también está siendo soñado.
 El protagonista del relato está creando en sueños a una criatura, que ignora su condición de soñado. Esto es, no participa en la metalepsis como agente activo. En cambio, en el nivel ontológico superior –para entendernos, el del creador de dicha criatura- el soñador sí que se da cuenta, “con alivio, con humillación, con terror”, de la situación, es decir, de su ficcionalidad. Como Lot, mira hacia donde no debía mirar, como Edipo, indaga demasiado, y eso sólo le puede suponer su perdición, simbolizada por Borges con el punto final del relato.
 Borges recupera con ingenio la metalepsis, pero es en la sabia pluma de Julio Cortázar donde la técnica se eleva a la categoría de obra de arte. Una técnica tan singular como ésta, en manos de un escritor mecánico y sin talento, podría haberse transformado en un artilugio postizo y pedante. En manos del estilete argentino, en cambio, se convierte en un auténtico volcán de originalidad y precisión. Dos son los ejemplos que me servirán para ilustrar la pericia con la que Cortázar pinta las situaciones.

“La noche boca arriba”

 En este relato, incluido en el volumen La isla a mediodía y otros relatos, la acción se va engarzando gracias a la alternancia entre dos planos narrativos, pertenecientes a dos marcos ontológicos distintos: el protagonista, en el plano “A”, tiene un accidente de moto en una ciudad, previsiblemente París. Inmediatamente, una ambulancia se lo lleva al hospital, donde se recupera de los dolores. En el plano “B”, en cambio, el protagonista es perseguido por los aztecas por entre la selva.
 Cortázar nos avisa de la clave del cuento: uno de los dos planos narrativos pertenece al sueño del otro, pero ¿cuál es la jerarquía entre ellos? A los ojos del lector estándar del siglo XX el nivel que pertenece a la realidad sería, a priori, el del accidente de París. Un lector habitual de Cortázar tiene que sospechar de una presuposición tan inmediata. Y, en efecto, al final del cuento, cuando llega la muerte inevitable, el texto nos revela la verdadera y sorprendente jerarquía: el accidente de moto es sólo un delirio inverosímil, anacrónico y sorprendentemente lúcido, de un individuo capturado por los aztecas.
 El nexo entre los dos planos lo marcan dos analogías. La primera es posible gracias al término “calzada”, que en el español de Argentina puede designar tanto el camino rural, por el que el protagonista trata de huir de los aztecas, como la carretera, en la que tiene el accidente de tráfico. La segunda se produce entre el bisturí del cirujano que va a operarle y la daga sacrificial del sacerdote azteca.
 No creo que en caso de este cuento sea posible hablar de mise en abîme hasta el final, puesto que es entonces cuando el lector cerciora el verdadero orden de los planos. O acaso se trate de un trampantojo en un trampantojo. Sea como fuere, en este caso más bien hablaría, utilizando un término de Mieke Bal, de “texto espejo”, que refleja con precisión dos situaciones paralelas[7]. Una es real, la otra, imaginaria. Ahora bien, ¿por cuál de las dos apuesta el lector? La metalepsis –producida, claro está, por la interferencia del plano narrativo del accidente de París en la mente del perseguido por los aztecas- juega aquí con su competencia, y eso es lo que la hace tan interesante. No podemos olvidar que de Cortázar proviene la expresión “lector macho”, es decir, el que participa activamente en el desentrañado textual.

“Continuidad en los parques”

 Pero sin duda, el cuento que con más precisión plasma los efectos fantásticos de la metalepsis es “Continuidad en los parques”, que el lector encontrará en el volumen Final de juego. No entraré aquí en un análisis exhaustivo de la narración que, pese a su brevedad, daría mucho de sí. Me interesa aquí que el lector se valga del texto para observar el potencial narrativo que la técnica de la metalepsis puede llegar a ofrecer. La historia relatada, de por sí, resultaría de una insultante trivialidad de no resultar sólo una excusa para la escritura. Se trata de un sencillo trío amoroso: un marido, una mujer y un amante; los dos últimos se confabulan furtivamente para asesinar al primero, que, sentado en su sofá preferido, se dedica jovialmente a leer una novela. Lo fantástico es el giro ficcional que Cortázar aplica a la narración: el libro que lee el marido es en realidad la historia de su propio asesinato.
 Cortázar va dejando pistas para que el lector competente descifre la clave del texto. Por ejemplo, la isotopía creada por los términos “intrusiones” y “furtivos”. En efecto, que el personaje se sitúe de espaldas a la puerta para leer, “como si lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones”, nos sugiere que, en efecto, habrá intrusos en algún momento de la narración. Cuando la narración, más adelante, nos dice que los amantes se encuentran en “un mundo de hojas secas y senderos furtivos”, que hay un puñal destinado a “un cuerpo que era necesario destruir”, debemos empezar a sospechar. Otra pista sería la frase “la ilusión novelesca lo ganó”, en las primeras líneas del texto, que tiene doble sentido: ilustra tanto la suscripción del pacto narrativo como la victoria real de la “ilusión novelesca” en el texto, ratificada por el asesinato del propio lector.
 El final del relato es indispensable para la comprensión del texto. Las pistas se recogen como piezas que encajan a la perfección en el puzzle de la trama. A medida que el narrador, como un plano subjetivo en los ojos del asesino, recorre la casa y entra en la sala donde se encuentra su víctima, vuelven a aparecer los ventanales, el estudio y el sofá de terciopelo verde que habían ilustrado las primeras líneas del relato: la narración regresa, como un pez que se muerde la cola, al principio, y así se completa la metalepsis; el marco ontológico de la novela penetra trágicamente en el del lector y destroza toda interpretación lógica posible.
La metalepsis, manejada con destreza, agudiza el carácter laberíntico, fantástico, de los textos. Gracias a esta técnica, autores como Cortázar, Borges, Huxley o Norman Mailer, en su narración “Los ejércitos de la noche”, moldean la silueta de la ficción con curvas suntuosas, irreales y extravagantes. Pero, al fin y al cabo, sólo se trata de eso, de ficción, y aquí, todo vale.

 

Bibliografía

-Bal, Mieke, Teoría de la narrativa, Cátedra, Madrid, 1985
-Borges, Jorge Luis, Ficciones, Alianza, Madrid, 1993
-Borges, Jorge Luis, Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1995
-Booth, Wayne C., La retórica de la ficción, Bosch, Barcelona, 1974.
-Cortázar, Julio, Final de juego, Ediciones B, Barcelona, 1992.
-Cortázar, Julio, La isla a mediodía y otros relatos, Alianza, Madrid, 1969.
-Eco, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, Barcelona, 2000.
-Flaubert, Gustave, Madame Bovary, Columna, Barcelona, 1992.
-Genette, Gérard, Figures III, Éditions du Seuil, París, 1972.
-Gide, André, Les faux-monnayeurs, Gallimard, París, 1972.
-Prince, Gerald, A Dictionary of Narratology, University of Nebraska Press, Lincoln, 1987.
-Unamuno, Miguel de, Niebla, Cátedra, Madrid, 1994.
-Zola, Émile, Thérèse Raquin, 1984, Barcelona, 2000.


[1] Genette, Gérard, Figures III, Éditions du Seuil, París, 1972, pgs. 243-246. Existe una traducción prácticamente inhallable de esta obra en Editorial Lumen, que también ha retirado del mercado otras obras del  narratólogo francés, como Ficción y Dicción y Palimpsestos, hoy en día sólo disponibles en su versión original. 
[2] Prince, Gerald, Dictionary of Narratology, University of Nebraska Press, Lincoln, 1987. La traducción es mía.
[3] Unamuno, Miguel de, Niebla, Cátedra, Madrid, 1994, pág. 277 y sgts.
[4] Este esquema argumental es similar al de algunas narraciones de autores clásicos Ovidio, en las que los humanos desafían a los dioses y estos les castigan por su hybris (sucede en mitos como, por ejemplo, Aracne o Prometeo). La diferencia de estos relatos con la nivola de Unamuno es que, mientras que la jerarquía de los seres humanos con los dioses es meramente narrativa y se encuentra en un sólo marco ontológico, la del protagonista con el autor implícito representado pertenece a su vez al plano narrativo pero también, a su vez, al narratológico.
[5] Cito aquí la reproducción del artículo de Miguel de Unamuno que Mario J.Valdés incluyó en su edición crítica de Niebla, Op.cit., págs. 82-85.
[6] Borges, Jorge Luis, Ficciones, Alianza, Madrid, 1993, págs. 61-69.
[7] Bal, Mieke, Teoría de la narrativa, Cátedra, Madrid, 1985, págs. 150-151.